Estudiantes y obreros dirigidos por Ricardo y Enrique Flores Magón, se manifiestan en México contra la tercera reelección de Díaz


Manifestación pública en la que participó el Club Femenil Antirreeleccionista Hijas de la Revolución. Imagen tomada del libro: La Convención Nacional Antirreleccionista, 15-17 de abril de 1910. México, INEHRM, 1994, p. 17.



15 de Mayo de 1892
En mayo de 1890 el Congreso había aprobado la reelección indefinida, al año siguiente, fue creada de Junta Central Porfirista integrada por liberales entre ellos: Manuel M. de Zamacona, Sóstenes Rocha, Justo Sierra, Ignacio Alatorre, Emilio Pardo, Miguel y Pablo Macedo, José I. Limantour, Francisco Bulnes, Benito Juárez Maza, Mariano Escobedo. El 5 de abril, organizaron una convención y el 25, publicaron un manifiesto apoyando la reelección de Díaz:

La Convención designó como su candidato al general Díaz y elaboró un programa de gobierno: "El Gobierno no puede crear hábitos electorales, no puede improvisar una democracia política, pero puede despejar y abrir caminos a la expresión de la voluntad nacional, extremando el respeto a las libertades coadyuvantes de la libertad electoral, a la libertad de prensa y a la de reunión, que por tal modo condicionan la realidad del sufragio".

El manifiesto señalaba que en principio la reelección no era recomendable, pero que había casos en que se hacía necesaria: “Seguros a pesar de pueriles y sistemáticas degeneraciones de representar el gran deseo de la mayoría de nuestros coterráneos, los delegados de la Convención no tenemos embarazo en afirmar la magnitud del sacrificio que se impone nuestra democracia, naciente aún, pero consciente ya, con una reelección reiterada. Bien sabemos que no es de buen consejo para un país que se organiza, la renovación frecuente de sus funcionarios; bien sabemos que lo que en un pueblo democrático importa mantener incólume, es el derecho de renovar y no el ejercicio constante de la renovación: pero tampoco es discutible que por tratarse del puesto en que se poseen mayores remisos para suplantar o bastardear el sufragio, la reelección presidencial sólo es excepcionalmente recomendable.
Este caso excepcional ha llegado: lo decimos con profunda convicción. No por ser nuestro candidato el hombre indispensable […]”


Posteriormente, la Junta cambió el nombre por el de Unión Liberal. 

Las ideas expuestas en este manifiesto incentivaron a grupos de estudiantes y trabajadores de diversas tendencias políticas a expresar su oposición y crearon clubes políticos, como el Club de Obreros antirreeleccionistas, que realizó una campaña en pro de un cambio de autoridades. Los estudiantes aunque deseaban cambios, no creían que en ese momento hubiera entre los políticos otra figura que pudiera guiar a la nación mejor que Díaz, estaban convencidos que el pueblo era inconsciente e ignorante y había primero que educarlo a ejercer sus derechos. Entre estos estudiantes de la Escuela Nacional Preparatoria, participaban los Flores Magón, Ezequiel A. Chávez, Jesús Limeta, Antonio de la Peda y Reyes; los historiadores Manuel Calero y Carlos Pereyra.
Sobre este hecho, años más tarde, Enrique Flores Magón referirá:

“—Era el año 1892. Porfirio Díaz estaba alistándose para estrechar más la garra al cuello de sus paisanos. Eligiéndose una vez más. Esta noticia arrojó a nosotros los estudiantes a un frenesí de rabia.

— ¡Es insufrible que Díaz haya de estar siempre sentado en su trono! —gritó Ricardo.

Estaba arengando a una multitud como de trescientos estudiantes de las escuelas profesionales y preparatorias, en el gran patio de la Escuela de Minería. Yo me hallaba cerca de él en el balcón mirando a los excitados estudiantes de abajo. Vi los ojos de ellos flamear cuando contemplaban a Ricardo. Estos camaradas nuestros, con el hermoso idealismo de la juventud, ardían de vergüenza ante la intolerable servidumbre del pueblo.

—En 1876 —gritó Ricardo—, acusó Díaz al presidente Lerdo de Tejada ¿Por qué? Porque trataba de reelegirse. Pero ¿qué sucedió al año siguiente? El rebelde Díaz logró el control del gobierno. Y entonces, ¿qué sucedió, mis compañeros? Que Díaz perdió convenientemente la memoria respecto de su famoso lema de la No Reelección. Desde entonces se ha reelecto continuamente el tirano, con excepción de un periodo en que su hechura, González, ocupó la silla presidencial.

Coléricamente sacudía Ricardo su puño en el aire mientras continuaba:

— ¿Cómo se reelige? ¡Ya lo saben ustedes! Mediante sus jefes políticos controla las elecciones en cada distrito del país. Así, ¿qué está sucediendo bajo la Constitución de 1857? La Constitución que da a todos el derecho de votar libremente.

Se detuvo. Luego inclinó su pesado cuerpo sobre el balcón. Entrecerrando los ojos escrutó los tempestuosos rostros de su auditorio.

— ¡Se cohecha a los votantes! ¡Y cuando no los cohechan los intimidan, los obligan a votar por Porfirio Díaz! —gritó furioso un estudiante bajito, grueso y moreno.

— ¡Silencio! ¡No interrumpas! ¡Deja que siga Ricardo! —vinieron los gritos de otros.

Ricardo levantó la mano.

—Dejen que Carlos exprese sus sentimientos como nosotros queremos expresar los nuestros, y hacer algo más que eso. ¡Compañeros—se agudizó su voz—: los trabajadores están siendo amenazados con la pérdida de sus puestos si no votan por Díaz! Los campesinos, aterrorizados, los idiotizarán con pulque o mezcal para arrearlos como ganado a las urnas. Y ¿qué pasará con los votos para un candidato de oposición? Serán despedazados por los lacayos de Díaz encargados de las casillas electorales...
Se detuvo y golpeó con su puño en el balcón. Repentinamente se echó hacia adelante y estalló:

—¡Tenemos que suprimir esta farsa que es una tragedia para México!

Por un momento hubo silencio. Los estudiantes se veían unos a otros, chispeantes los ojos. Luego, rugieron:

—Dinos, Ricardo. ¿Qué proyectas? ¿Tienes un plan?

Yo estaba temblando de emoción. ¿Tenía un plan? Nada me había dicho acerca de planes.

Ricardo agitó la mano pidiendo silencio. El alboroto disminuyó. En la tensa atmósfera resonó su voz:

—Aquí está mi idea. Vamos circulando por la ciudad. Digamos al pueblo que tiene derechos, los cuales escupe el dictador. Expliquémosles sus errores y apremiémosles para que barran estas infamias. ¿Cómo? ¡Obligando a Díaz a que abandone su odiosa idea de reelegirse! ¡Marchando al Palacio Nacional, si es necesario!

Con violentos ¡hurra! aclamaron los estudiantes su proposición.

Individualmente y en grupos de dos o tres recorrieron la ciudad. Con fiero lenguaje exponían el evangelio de "No reelección para Díaz"; pero con los ojos bien abiertos, buscando más allá de los ciudadanos, cuidaban de la invariable irrupción de la policía.

Yo era uno de esos cientos de oradores. Feliz el proletariado, nos reconocía como sus campeones naturales. Nos llamaban jefecitos.

En el Zócalo, un atardecer de marzo, trepé a un pedestal de piedra llamado poyo. […] Mirando a mi alrededor levanté la mano hacia un grupo que formaban media docena de cargadores. Con líos de sogas cayendo de sus hombros, permanecían ociosos esperando clientes.

—Amigos —los llamé—: tengo algo de importancia que decir a ustedes. Acerca del hombre que está sentado allí adentro —y apuntaba al Palacio Nacional—, y que se sienta sobre ustedes.

Uno de ellos atisbó hacia mí bajo sus espesas cejas.

— ¡Hola! —dijo iluminándose su cobriza y arrugada faz—. Usted es el jefecito que nos echó un discurso la otra noche en el mercado de La Merced. (Y rió entre dientes). De veras, nos dio usted una plática que tenía tuétano. […]

Yo miraba, aprehensivo, hacia el Palacio Nacional. No había soldados o policías a la vista. Sólo un par de centinelas paseando de un lado al otro frente a la entrada principal. Respiré más tranquilo.

[…] Alcé mi mano, y empecé.

—Amigos, ¡el presidente Díaz ha traicionado a ustedes y a todo México!
Ante la atrevida acusación oí jadeos de asombro. Continué:

— Ha violado nuestras tradiciones. Despedazado las leyes de Reforma de Benito Juárez. Traicioneramente se ha puesto al lado de la Iglesia. 
Volví la cara y agité mi puño hacia la Catedral.

— ¡Esa rapaz Iglesia —grité— que desposeyó a ustedes de sus hogares, sus tierras, sus propiedades. Que tiene entre sus codiciosas manos sobre el noventa por ciento de su patrimonio. Somos esclavos de la Iglesia. Esa es la razón por qué sufrimos hambre y miseria. 

Ahogándome de cólera me detuve a coger aliento. La multitud se acercó más al poyo. Escuchaba en silencio, con las cejas fruncidas y los labios contraídos. ¡Ah! —pensé— estoy causando impresión. Sumaban ahora alrededor de quinientos. Con los ojos enardecidos vi que cientos más se movían hacia nosotros. Levanté la voz para que los que estaban hasta allá atrás pudieran oír bien. Fluyeron cual torrente mis palabras:

—Recuerden, amigos, es la Iglesia la que fue a traer a Maximiliano. Eso, como saben ustedes, hizo que se derramaran torrentes de sangre mexicana en nuestro sagrado suelo que combatía al invasor. Recuerden, amigos, fue el arzobispo Antonio Pelagio de Labastida y Dávalos uno de los "notables" que fueron a París. ¿Con qué objeto? A rogar a Napoleón III que mandara al austriaco Maximiliano a gobernar a México. […]

En mi empeño de dar énfasis a mis palabras, me recargué sobre la orilla del poyo. El próximo instante resbalé hacia la multitud. En medio de un rugido de risa me volví a trepar gateando.

Está bien —sonreí burlón—. Una pequeña caída como ésa no me va a hacer olvidar lo que quiero decirles. […]

—Amigos —les dije—, hay otra razón por la cual sus mujeres y sus hijos mueren a causa de la falta de alimento. Antes de que les diga la razón, quiero hacerles una pregunta: ¿Quién vende nuestro país a los industrialistas franceses, ingleses y norteamericanos? De modo que, además de ser esclavos de la Iglesia seamos también esclavos de países extranjeros. ¿Quién, les pregunto, tiene la culpa de todo esto?

Alguien en la multitud gritó: —¡Porfirio Díaz!

— ¡Muy bien, amigo! —le grité contestando—. Es imposible dudar de su perfidia. ¡El sangriento tirano! ¡El traidor que entrega la riqueza del país de ustedes a extranjeros!... 

— Me detuve. Débilmente oí el distante retumbar de cascos de caballos en el empedrado. ¡La policía montada! ¡Venían a deshacer mi reunión! Esta sumaba ahora cerca de dos mil.

Levanté las manos arriba de mi cabeza.

— ¡Atención, amigos! ¿Oyen la policía? Será mejor que se dispersen sosegadamente. 

Se levantó en el aire un profundo sonido gutural, como el gruñido de una fiera gigantesca. Los inquietos rostros de los obreros se oscurecieron de cólera.

— ¡No, jefecito —rugieron—, nos quedamos! Siga hablando. NoCuadro de texto:  sotros lo defendemos. ¡Nosotros pelearemos con la maldita policía!
Repentinamente, el ambiente se había electrizado de tensión. Era visible, en los relampagueantes ojos y en las tensas mandíbulas de la agitada multitud.
Yo seguí hablando:

— ¡A sus órdenes, amigos! Ahora daré a ustedes unos pocos ejemplos de cómo nuestro infiel Presidente vende concesiones a los extranjeros. […]

Nuevamente fui interrumpido. Esta vez por muchachos grandes y chicos. Saludaban a la retumbante policía con agudos gritos de desafío y una granizada de piedras lanzadas con hondas. La policía Montada se acercó más. Con agilidad de mono, los tiradores con hondas treparon a los árboles del Zócalo.

Seguir hablando para excitar a los trabajadores hasta un grado de pelea era claramente superfluo. En sus enfurecidas mentes se hallaba el recuerdo de las muchas ocasiones en que la gendarmería montada los había tratado con desprecio: pisoteándolos con sus caballos siempre que habían hecho una manifestación por un pequeño aumento en sus lastimosos salarios; azotándolos con lo plano de sus sables cuando tenían la temeridad de expresar sus agravios en reuniones callejeras.

De cualquier modo, en el encuentro que estaba a punto de efectuarse, la rugiente multitud difícilmente podría oírme. Pero precisamente para aliviar la tensión de mis exaltados nervios, grité con toda mi voz:

—Por lo tanto, no debemos permitir que Díaz vuelva a elegirse. (Muera Porfirio Díaz! ¡Viva la libertad!

En una gran onda de sonido retumbó a través del Zócalo la rugiente respuesta de la multitud:
— ¡Muera Díaz! ¡Viva la libertad! ¡Vivan los jefecitas!

Y entonces, en el creciente crepúsculo vespertino, estalló la tempestad. Dio la carga la fuerza montada del dictador. Vino una lluvia de piedras de los tiros con honda de los árboles, y piedras arrancadas furiosamente por los obreros en la calle de abajo. El pueblo no tenía fusiles, ni armas de fuego de ninguna suerte. ¡Pero peleó! ¡Por Dios, cómo pelearon, muchos con los instrumentos de su oficio!

Los carniceros de las casas de abasto usaron sus formidables cuchillos de matanza; los zapateros, sus cortas, mortales chavetas; los panaderos, sus cortadoras de masa hechas de hojalata, triangulares de una punta y afiladas como navajas de rasurar.

Los hombres saltaban sobre los jinetes. Los tiraban al suelo. Los apuñalaban, los rasgaban. Otros arrojaban cuchillos a los caballos, les abrían el vientre; luego, al caer los animales al piso, arrancaban a los jinetes de la silla y los despedazaban. Ningún caso hacían de los sables manejados con terrible efecto por la policía. Enloquecido por el sufrimiento, combatía el pueblo, en la mayoría de los casos, a mano limpia... Cuando se les agotó su munición de honda, bajaron los muchachos de los árboles. Frenéticos arrancaron piedras del piso con palos, con piezas de metal, con sus dedos, y las entregaban a los hombres para arrojarlas al enemigo.

Enloquecido por la cólera bailaba yo en el poyo. Con todas mis fuerzas gritaba dando ánimo a mis partidarios. Arrojaba maldiciones a la odiada policía. Repentinamente, un gran bruto de gendarme lanzó su montura a través de la enfurecida multitud. Antes de que yo me diera cuenta de lo que estaba pasando, me pegó en la espalda con lo plano de su sable. Caí al piso como una bala.

Respirando convulsivamente por el dolor, sin aliento, quedé allí incapacitado para moverme.

A todo mi alrededor se arremolinaban obreros e indios. Gritando, maldiciendo, tropezaban unos con otros cuando se esforzaban en acercarse al policía. Un sujeto vigoroso, gritando: ¡Córtense de mi camino, hombres!, saltó hacia él, lo barrió de la silla. En menos tiempo del que toma decirlo, una docena de navajas fue sepultada en su cuerpo, amplio cambio por lo que me había hecho. Manos generosas me pusieron en pie. […]

Pero ¡ay! El valor solo no puede vencer a armas superiores. Los refuerzos de la policía llegaron. Treinta y cinco obreros fueron muertos, cientos heridos. El resto se dispersó. Pero, por Dios, ¡no los dominaron! […]

Una y otra vez, bajo la guía de los estudiantes, hizo demostraciones el pueblo. Excesivamente molesto la tomaron contra el dictador, desde el 14 hasta el 31 de mayo. Durante diecisiete turbulentos días y noches. Tan seria se puso la cosa, que éste armó soldados de línea con rifles Rémington. Tomó precauciones para proteger su preciosa piel. Atrincherado en el Palacio Nacional, hizo poner cañones apuntados a las puertas, para el caso de que el pueblo en ebullición las rompiera.

Sus batallones patrullaban las calles dispersando manifestaciones. En un serio tumulto frente al Palacio Nacional, Ricardo y Jesús fueron capturados. Yo escapé del arresto. ¿Por qué fui tan favorecido? Porque aunque tenía quince años de edad, a causa de la mala alimentación lucía yo una desmirriada faz de muchacho mucho menor. En este respecto yo no era único. Esta era la condición general de los chicos del pueblo.

Ricardo fue confinado con otros estudiantes en una bartolina de la oficina de policía. Esta se hallaba frente a la catedral: verdaderamente una feliz yuxtaposición de la vecindad clerical y policíaca, simbólica de la administración de Díaz. A Jesús lo llevaron a Belén, la asquerosa cárcel de la ciudad. […]

Se reeligió Díaz. No apareció cambio en el molde de su política. Alegremente continuó vendiendo concesiones a los extranjeros, y promoviendo el analfabetismo y el peonaje entre su pueblo. […]

Ricardo, Enrique y Jesús Flores Magón, animaron al pueblo a oponerse al continuismo. Los actos organizados por ellos y apoyados por grupos de obreros serán reprimidos y muchos de los antirreeleccionistas, encarcelados.
Este día inicia Ricardo Flores Magón sus múltiples ingresos en la prisión que incluye la condena de no leer ni escribir mientras esté recluido. Este día Flores Magón marca su actividad –ya iniciada- que le llevaría a constituir el eslabón entre la Reforma y la Revolución…

Doralicia Carmona: MEMORIA POLÍTICA DE MÉXICO.



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